Arturo Pérez Reverte SOLDADOS PERDIDOS DE DIOS El otro día volví a ver La misión, esa película extraordinaria que cuenta la rebelión de los jesuitas contra las autoridades coloniales y eclesiásticas a mediados del siglo XVIII, cuando las poblaciones ignacianas del Paraguay fueron entregadas por España a Portugal. En la guerra que aplastó a los pobres indios sublevados, algunos padres de la Compañía de Jesús tomaron partido, combatiendo como leones para defender a quienes llamaban sus hijos. Eso ocurrió diecisiete años antes de la expulsión de los jesuitas de España por Carlos III, y veintitrés antes de que el papa Clemente XIV decretara la supresión, que duraría casi medio siglo, de la orden aprobada a san Ignacio en 1540. Aquella rebelión me fascinó de jovencito, cuando leí unas relaciones en las que padres de la Compañía contaban cómo dirigieron, con disciplina y tácticas militares, la lucha contra los portugueses. Tal vez por eso, por el desgraciado destino posterior de la orden, su carácter español y el detalle, importante para un lector mozo, de que Alejandro Dumas convirtiese al mosquetero Aramis en superior de la Compañía de El vizconde de Bragelonne, atribuí siempre a los jesuitas un carácter romántico, orgulloso, duro. Después supe que aparte de misioneros, científicos y educadores, también fueron, a ratos, nocivos para la libertad y el progreso, y que la ruina les vino de su propia arrogancia. Mas, pese a todo -incluido el rencor que, como español, profeso a la Iglesia católica desde el concilio de Trento por el vivan las caenas que cargo a su cuenta-, mi simpatía por la milicia de san Ignacio no llegó a extinguirse nunca. Más bien se renovó cuando, siendo reportero, anduve por ahí con jesuitas de mucha talla intelectual que no predicaban mansedumbre y sumisión, sino que se batían el cobre: unos con la teología de la liberación en la boca y otros con un fusil en las manos. Pidiendo que esta vez los dejaran equivocarse a favor de los pobres, pues durante mucho tiempo la Iglesia se estuvo equivocando a favor de los ricos. En los últimos veinticinco años los han vuelto a machacar. Empezando por el
padre Arrupe, superior de la orden, que después de haber sido ojito derecho de
Juan XXIII y Pablo VI, apuntándose con su tropa a los aires renovadores, acabó
en Roma como furcia por rastrojos, hasta que lo hicieron dimitir y se acabó la
primavera romana de la señora Stone. Aquella apertura apoyada por los jesuitas,
el compromiso activo del concilio Vaticano II con los infelices y oprimidos de
la tierra, hizo mutis con el cerrojazo polaco de Karol Wojtila, para quien la
piedad, el dogma y la ortodoxia cuentan más que el debate libre y la justicia
social directa. Apenas elegido, Juan Pablo II cambió la teología de la
liberación y los curas obreros por el freno y marcha atrás, la parafernalia
viajero-mediática, el dú-duá de las amigas Catalinas y el arrinconamiento del
ala progresista de la Iglesia, incluso de las órdenes religiosas tradicionales,
en beneficio del Opus Dei, los Legionarios de Cristo y otros movimientos ultraconservadores que han florecido en el mundo al socaire de Roma. Y en
España, para qué les voy a contar. El Semanal, 9 de noviembre de 2003.
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